Las cinco de la tarde. Van a empezar un proyecto nuevo juntos. Él es escritor y ella, ilustradora. Pero, ante todo, son muy buenos amigos. Es su hora habitual para merendar. Hace años, cuando aún iban al colegio, ya merendaban a esa hora en casa de los padres de ella; salían del colegio, se encontraban allí y hacían los deberes juntos. Ahora se ven menos, las cosas de adultos siempre complican las relaciones humanas. Pero siguen quedando de vez en cuando. Aunque suene contradictorio, el estricto confinamiento de 2020 a causa de la pandemia por coronavirus les acercó de nuevo. Confinados ganaron tiempo libre y retomaron el contacto; primero algunos mensajes, luego videollamadas y al final se fueron encontrando en la medida de lo posible. Su distanciamiento vital se desescaló de modo similar a como lo hicieron la mayoría de relaciones congeladas por el gran encierro.

Hablar durante horas puede agotar los temas de conversación, pero no fue su caso. Una cosa llevó a la otra y se permitieron soñar proyectos juntos. Querían combinar las habilidades de cada uno en un objetivo común y eso les llevó a este día en concreto. Ilusionados, escogieron a propósito su hora feliz para empezar el nuevo proyecto. Esta vez en el piso de él. Ha preparado con cariño unos sandwiches de crema de cacao, y zumo de manzana para los dos. Sus encuentros previos fueron de estilo más adulto, con café y té, pero este es un día especial y debía notarse. Por ello ha querido retomar los sabores dulces que acompañaban aquellos momentos homónimos cuando la vida les era más amable. A ella le ha cogido por sorpresa, pero le divierte verse ahí, como si todavía fuesen casi adolescentes, merendando como antesala a ponerse a hacer los deberes del colegio.

Comen y charlan despreocupados de sus temas personales justo antes de dedicarse al asunto que les ha llevado a este instante. Dramas familiares y laborales, un poco de actualidad internacional… Lo de siempre, hasta que ella sentencia: “Bueno, habrá que ponerse a trabajar”. Él asiente con la cabeza y se ponen manos a la obra.

—He dado un par de vueltas a la propuesta que te comenté, creo que será fácil de ilustrar. A ver qué te parece. Habrá que pulirla un poco, solo tengo un primer esbozo, pero la historia es sencilla: “Hace mucho tiempo, el mejor albañil de un reino lejano empezó a construir una torre cerca de una granja. En aquella granja vivía una chica que pasaba todos los días por al lado de aquel lugar. Ella cargaba siempre con fruta y otros víveres que compraba y vendía en el mercado local. Con el tiempo empezaron a saludarse y ella le regalaba siempre alguna pieza de fruta o pan. Él, muy trabajador, iba haciendo crecer la torre cada vez más alta. Cuando la torre alcanzó cierta altura y ella se vio obligada a arrojarle la comida porque no alcanzaba a dársela a la mano, le cuestionó al joven: ‘No veo ninguna puerta, ¿cómo saldrás de ahí?’, a lo que el muchacho le respondió: ‘No te preocupes, es por seguridad, pero soy fuerte y ágil, entraré y saldré dando un gran salto.’ ‘Ten cuidado con los muros altos, pueden ser peligrosos’, le advirtió ella con tono preocupado. Días más tarde, cuando la chica le fue a lanzar su regalo del día, una suculenta manzana roja, se encontró con que no había forma de hacérsela llegar. La torre era demasiado alta y él no tenía nada con lo que cazar la manzana al vuelo o elevarla desde el suelo. Ni siquiera usando una escalera podía la joven hacerle llegar la manzana a su amigo. Él, entonces, decidió que quizá era el momento de bajar de la torre; así saludaría de cerca a su amiga y podría comerse la manzana junto a ella. Pero tampoco pudo ser; la torre era tan alta, que si saltaba moriría al impactar contra el suelo. Y construyó unas paredes exteriores tan lisas, que escalar o descender con seguridad sobre ellas resultaba imposible, también. Desde tan arriba, ni su voz se oía. Así que el albañil se quedó atrapado en su perfecta y alta torre para siempre y nunca más se supo de él. La chica, en un último alarde de ingenio, plantó un manzano a los pies de la torre con las semillas de aquella manzana que nunca llegó a su destino. Pensó que, quizá, con un poco de suerte, el árbol crecería lo suficiente para poder trepar a su cima y desde allí rescatar al chaval, o bien él podría saltar hasta sus ramas y desde allí descender. Pero para cuando el manzano creció lo suficiente fue evidente que ya era demasiado tarde. Y ella, desde entonces, sembró un nuevo manzano junto a todas las casas de nueva creación, para que a sus propietarios no les pasase jamás lo que a su amigo.”

—Jope. Qué historia más triste.

—Ya. No sé. Esto del confinamiento creo que me ha afectado más de lo que pensaba…

—Por lo menos nosotros no construimos torres que nos aíslan de los demás.

—Y nos contamos lo que sentimos. Por ejemplo, creo que necesito un abrazo. ¿Puedo abrazarte?

—¡Claro! Después de escuchar esa historia yo también lo necesito. —Le confiesa mientras se abalanza sobre él.

Sus abrazos siempre fueron intensos, pero desde el final del confinamiento, todavía más. Conectan tanto el uno con el otro, que en la acción se aprecia sin esfuerzo una alta carga de amor incondicional. Como cien madres abrazando a cien hijas. Ellos, cuando no hablan, se hablan así. Se dicen cosas sin abrir la boca, solo respirando y cambiando la posición de sus manos sobre la espalda ajena, controlando la fuerza con la que se empujan el uno contra el otro: “te quiero”, “tranquilo/a”, “todo saldrá bien”, “estoy a gusto contigo”, “esto pasará”, “me alegro de haberte conocido”, “te prefiero”, “perdona”, “gracias”… Y durante ese gesto, cuando hablan con la boca, es con frecuencia con la única intención de subrayar y confirmar sus emociones, y constatar que realmente están compartiendo exactamente el mismo momento vital: “¿te has dado cuenta de que se han sincronizado nuestros latidos?”, “Se nos ha acelerado el corazón”, “qué bien se está abrazados, con este frío”, “«Yo a esto le llamo amor.» «Y yo.»” Y así, siempre. Ni más, ni menos.

La cabeza de él apoyada ligeramente sobre la de ella y viceversa. Notan el aliento suave del otro resbalar sobre su piel. Las orejas entrando en calor como consecuencia de su beso esquimal. Las manos quietas, presionando con la intensidad justa para comunicar el mensaje más necesario en cada momento, permitiéndose un breve movimiento de vez en cuando para confirmar que siguen despiertos y que eso no es ni mucho menos un sueño. Han pasado cinco minutos así, recreándose en el placer del acogimiento mutuo. Bueno, eso les ha parecido a ellos; realmente han sido más de quince. En su cariñoso ritual cabe siempre hablar al oído, porque el abrazo es más importante que el mensaje, pero con frecuencia se permiten pausas que no lo son, como en este preciso instante. Se mantienen abrazados por la cintura y separan unos centímetros sus torsos; entonces, medio bizcos por proximidad, se miran intensamente y empiezan a comunicarse con los ojos lo que antes se decían con los brazos. Y el silencio se hace todavía más suculento, cargado de contenido vital y de emociones, y las almas, que ahí viven, se envían recuerdos y mensajes de paz. Entonces, así cogidos, conectados por la cintura y los ojos, él le agradece con palabras ese abrazo inmenso que tanto necesitaba y luego le pregunta a ella:

—Y tú, ¿qué quieres?

—Quiero que pares el tiempo. —Se lo ha dicho con firmeza, mirándole fijamente a los ojos, con las niñas de los suyos temblando y proporcionando un sutil, pero reconocible, toque extra de presión a la cintura de él, que aún mantiene entre sus brazos.

Esa frase ha provocado una pausa ligeramente tensa. El cerebro de él ha colapsado por un momento, en una explosión controlada entre miedo y alegría. La sensación para ambos es de que ese suspense está durando demasiado y la comunicación no verbal anuncia el derrumbe venidero de un castillo de naipes. La mirada de ella ha empezado a descentrarse, como el globo que huye serpenteante por el aire sin rumbo fijo cuando se deshace el nudo que aprisiona el aire en su interior. Entonces, él retoma el control de la situación. Intensifica ligeramente su abrazo de cintura y busca los ojos de ella con los suyos. Una vez recuperado el contacto visual, le echa coraje y arranca a hablar:

—Entonces, creo que tengo que besarte en los labios. ¿Puedo?

Ella respira hondo y con el corazón en la mano, le responde:

—Sí, por favor.

Ambos cierran los ojos mientras se dejan caer el uno sobre el otro bajo el influjo de una intensa fuerza de atracción. Los labios se juntan con la misma suavidad que una mota de polvo cae deslizándose sutilmente sobre la luz tenue de una tarde cálida de verano y se posa sobre un mueble de madera pulida. El acto, a su vez, tierno y temeroso como la primera caricia al cuerpo frágil y desnudo de un hijo recién nacido. Ellos, que siempre viven sus abrazos con una intensidad inusual, se percatan de cada minúsculo detalle de ese gesto. El tacto frío del uno sobre el otro. La textura ligeramente rugosa de unos labios no especialmente sedosos. Una presión medida, como la de sus manos sobre la espalda ajena cuando se abrazan. El aire cálido y húmedo expulsado por sus narices con un ritmo ligeramente acelerado. Después de la incertidumbre inicial, el despertar de una sonrisa como la apertura del capullo de una flor en primavera. Sus labios estirándose los unos sobre los otros sin dejar de mantener el contacto, y sus caras felices, claramente vislumbradas en la trastienda imaginativa de sus ojos cerrados. No han alargado demasiado el momento, pero sin duda ha durado lo que tenía que durar y lo han disfrutado como se merecen.

El beso, luego, ha derivado en un abrazo más allá de la cintura. Otro de esos suyos largos, intensos y cariñosos. Sus torsos pegados, amarrados a fuego por unos brazos cargados de amor. Entonces ella ha levantado la vista y se ha percatado de la existencia de un reloj de pared que hasta ese momento le había pasado desapercibido. Un reloj cuyas saetas parecen congeladas en un momento ya pasado. Ninguno de los dos sabe con certeza si estaba ya así o ha sido una de esas coincidencias cósmicas que ocurren a veces, pero han convenido que, cuando cuenten la historia de cómo fue su primer beso, siempre dirán que lo paró él, con su beso, a petición de ella.

 

– Eqhes DaBit –
– 13, Febrero, 2022 –
– “lo pulmonet”, El Perelló (España) –