Llegas a una calita pequeña con tu bolsa de playa, tu pareo y tus gafas de Sol. Colocas la toalla en un lugar estratégico lo suficientemente cerca del agua como para no perderlo de vista mientras te bañas, pero no tanto como para que te distraigan los chiquillos que juegan en la orilla mientras le tomas el gusto al último best seller. Te introduces confiada en unas aguas borrosas sobre las que bailan unos extraños vegetales a los que convienes llamar «algas» y de los que a tu alrededor huyen unos con más disimulo que otros. Te sumerges completamente un par de veces con un estilo similar al que algunas abuelas practicaban con sus prendas del hogar en los lavaderos públicos o ríos. Concluido el baño en agua, ahora toca en Sol. Te untas una fina capa de protector solar por todo el cuerpo. El protocolo exige hacerlo al llegar, pero tú sabes que no vas a perder mucho tiempo en el agua y no confías demasiado en las cremas resistentes a ella, por lo que prefieres tomar tu dosis de protección ultravioleta después del primer baño. Tienes arena en abundancia en los pies que reduces frotándolos con gracia antes de pisar la toalla. También hay más arena que la esperada en otras zonas de tu cuerpo, pero nada que no puedas tolerar. Ahora sacas el libro y te tumbas cómodamente cara al Sol. Treinta minutos más tarde dejas el libro a buen recaudo y te tumbas al contrario que al principio para garantizar un tono uniforme en el resto de tu piel. Con la cabeza sobre los brazos y la conciencia tranquila el sueño se apodera de ti sin que te de tiempo a remediarlo. Así pasan unas agradables tres horas. Te despiertas un tanto confusa y sin haber asimilado todavía el error. Enseguida se apodera de ti el archiconocido «hambre playero» que atajas sabiamente con un apetitoso bocadillo de tortilla de patata. Una tibia brisa masajea tu rostro, alivia el incipiente escozor en tu espalda y adereza tu bocadillo con unos insignificantes granitos de arena. Ahora el sabroso bocadillo tiene un peculiar toque crujiente que le resta importancia a que el pan se haya revenido dentro del papel de aluminio en el que lo habías envuelto. Tienes el bocadillo en la boca justo cuando un balón hinchable cae con fuerza sobre el hemisferio derecho de tu cabeza. Se oye ese sonido tan peculiar que hacen esos juguetes hinchables al golpear superficies duras. Arqueas la ceja derecha mientras un niño remata la escena con un agudo «¡Perdone señora!» que pone en jaque tu espíritu juvenil de chica de treinta y tantos. Y ahí, mientras tu universo parece tambalearse, suspiras hondo y haces alarde de tu inigualable capacidad de auto-convencimiento diciéndote a ti misma, con el último bocado de tortilla en la boca y la mirada perdida en el horizonte: «cómo me gusta la playa». A lo que un chico no muy alejado de ti, enterrado del cuello a los pies de la mano de dos pícaras princesitas de no más de 5 años cada una, responde instintivamente -y no menos motivado que tú- con un claro y sencillo «sí».

 

– Eqhes DaBit –
– 9, Febrero, 2014 –
– Sant Carles de la Ràpita (España) –